El 8 de diciembre de 1863 en Santiago, la iglesia de la Compañía de Jesús fue consumida por el fuego con cerca de 2.000 fieles en su interior. La tragedia conmovió a la ciudadanía, instaurándose en la memoria colectiva de la ciudad.
La iglesia de la Compañía de Jesús era una de las más concurridas por la población santiaguina del siglo XIX y un lugar estratégico de la sociabilidad capitalina. Los altos prelados elevaban sus prédicas desde un púlpito allí ubicado; la torre marcaba el tiempo de la ciudad con uno de los pocos relojes que existían en ese entonces; pobres y ricos acudían a orar y clamar a Dios; y los más devotos la ocupaban como centro de distintas asociaciones piadosas.
A pesar de ser un lugar sagrado, esta iglesia no se libró de los infortunios provocados por la naturaleza. Diversos terremotos que afectaron a la ciudad de Santiago (1647 y 1730) echaron abajo o dañaron su infraestructura; además, un incendio ocurrido en 1841 dejó al templo parcialmente en ruinas. Sin embargo, el edificio fue reconstruido una y otra vez en la misma ubicación, la esquina de las calles Compañía y Bandera. Esta costumbre fue interrumpida tras el voraz incendio acaecido a finales de 1863, cuyas noticias fueron comentadas incluso en Europa.
ANTECEDENTES
Originalmente construida entre 1595 y 1631, la iglesia de la Compañía reemplazó la capilla provisoria levantada por los jesuitas en 1593.5 En los siglos posteriores, y debido a los diversos daños sufridos, el templo debió ser reconstruido, tras el terremoto de 1647, o reparado, luego del terremoto de 1730.5 Tras la expulsión de los jesuitas del Imperio español en 1767, ordenada por el rey Carlos III, la iglesia quedó abandonada hasta el primer lustro del siglo XIX, cuando el sacerdote Manuel Vicuña Larraín se hizo su capellán y la habilitó para el culto. Posteriormente, fue afectada por un incendio el 31 de mayo de 1841.
El martes 8 de diciembre de ese año, a las siete menos cuarto de la tarde, más de dos mil personas esperaban dentro del templo para la conmemoración de la fiesta de la Concepción Inmaculada de María Santísima y del aniversario de las Hijas de María, cuando las llamas surgidas por motivos aún desconocidos se expandieron rápidamente por los adornos y la iluminación del templo, todos de material inflamable, mientras cundía el pánico entre los fieles, en su mayoría mujeres.
Mantas de crinolina que se prendían o enganchaban con facilidad en el mobiliario sagrado y largos vestidos que entorpecían el andar y generaban caídas, terminaron por hacer que la multitud se atochara y las pocas salidas de la Iglesia fueran rápidamente bloqueadas. Una de cada 27 mujeres capitalinas murió allí: "Cuerpo sobre cuerpo, se formaba una muralla compacta i numerosa. Había mujeres que resistían el peso de diez o doce, otras tendidas encima, a lo largo, a lo atravesado, en todas direcciones. Era materialmente imposible desprender una persona de esa masa compacta y horripilante. Los más desgarradores lamentos se oían del interior de la iglesia" (El Ferrocarril, diciembre 9, 1863).
Mientras las campanas tañían para pedían ayuda, la ciudad se congregaba en torno al templo en llamas. Los espectadores nada podían hacer. Cualquier intento por abrir las puertas era infructuoso ya que éstas sólo se abrían hacia dentro y la presión de los cuerpos no permitía socorrer a las víctimas: "En los umbrales mismos han perecido centenares de personas, quemadas a la vista de un pueblo inmenso a que dirigían sus brazos en ademán suplicante i que en esos momentos era impotente para salvarlas" (El Ferrocarril, diciembre 10, 1863).
Tras la extinción del fuego, miles de cuerpos calcinados quedaron al descubierto. Frente a la imposibilidad de identificarlos y al riesgo sanitario que implicaba, se decidió darles sepultura en una fosa común del Cementerio General. El amanecer gris del 9 de diciembre estuvo acompañado del viaje al cementerio de 146 carretones llenos de cadáveres rociados de cal que abarrotaron la fosa cavada por más de 200 hombres. Cuatro días demoró el entierro. Pasados ocho días de la catástrofe, se pronunciaron las exequias en la Iglesia Metropolitana. Días más tarde las autoridades decidieron trasladar el templo de su lugar original, dejando en la tradicional esquina un monumento en honor a las mártires.
Este trágico evento conmovió a la ciudadanía y a las autoridades e hizo tomar medidas para prevenir este tipo de desdichas, como la obligatoriedad de las bisagras dobles en las puertas de todas las iglesias del país. Nadie estaba preparado para socorrer a las víctimas, no existía una organización dotada de las herramientas y la preparación necesaria. Frente a tal ausencia, surgió el primer cuerpo de bomberos de Santiago, siguiendo el ejemplo de los ya formados en Valparaíso, Ancud y Valdivia, siendo el porteño el primer cuerpo de bomberos de Chile.
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